En la guerra, se dice, todo se vale o que el fin justifica los medios, pero hasta el más habido soldado respeta aquellas leyes no escritas del honor y valor para ser considerado un gran guerrero. Pedro de Alvarado cometió el crimen más infame en tiempos de guerra: atacar a personas que no esperaban un ataque, personas desarmadas, un pueblo entregado a su fe en un momento en que las hojas de las espadas les arrebataron los miembros y las vidas.
De manera triste aún se relata este acontecimiento en las escuelas, en los libros, en los museos y documentales pues es el hecho que destruyo el concepto de una conquista medianamente pacifica. Es cicatriz en nuestra memoria colectiva aun después de 500 años.
A pasar de ser sagrada la sangre para los Aztecas y ser un honor ser sacrificado para los dioses, la sangre que mancho las explanadas de piedra durante las fiestas a Huitzilopochtli no era precisamente de rito, era en realidad causa de un traición sanguinaria del que debería ser el más grande traidor a la patria mexicana y ser recordado como un ser cruel y ruin que tras su acto cobarde lo único que ocasionó fue la furia de un pueblo que le hizo esconderse de manera cobarde sin enfrentarlos con un poco (si la tenia) de dignidad y valor.
Alvarado murió en 1541 arrollado por un caballo huyendo de batalla. No me sorprende.
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